martes, 19 de agosto de 2014

Inventos de juegos: Las Nubes

Las Nubes

Cinco años más tarde, Iván seguía pendiente de aquel concurso. Recorría librerías de viejo en busca de ejemplares de Las aventuras de Víctor Jade, para ver si allí decía algo de su premio. Pero las revistas que encontraba eran anteriores a la que él había recibido, como si luego de editar aquellos números, la editorial hubiese cerrado. Las cartas que había enviado al Trasatlántico Napoleón, Casilla de correo 7777, nunca le habían sido respondidas. Sus padres, sus amigos y su propio sentido común le decían que el concurso se había cancelado, o que otro había ganado, y que todo había ocurrido hacía mucho tiempo. A pesar de que tenía casi doce años, Iván sentía que el concurso proseguía, que cientos de juegos eran evaluados en las bodegas del trasatlántico más grande del mundo y que el suyo todavía estaba en carrera.
Iván tenía razón: el concurso proseguía y ya había un ganador. Pero el premio no era un trofeo dorado, entregado en una ceremonia pública, donde alguien dice un discurso y los demás se duermen. El premio no era un diploma coloreado, con los bordes quemados para imitar un pergamino y el nombre del ganador escrito en letras góticas. El premio no era un trofeo ni un diploma ni una medalla sino una catástrofe.
          El otoño en que Iván cumplió doce años, sus padres se anotaron  en un curso de navegación en globo. Al poco tiempo se convirtieron en alumnos avanzados y luego en expertos. Se compraron un globo blanco, con la imagen de un ojo gigantesco pintado en azul. Cada vez que hacían un vuelo lo invitaban a viajar con ellos, pero Iván se negaba: le daban miedo  las alturas y las nubes.
          Sus padres eran acronavegantes tan hábiles que pronto se inscribieron en una competencia de globos. Iván estaba invitado a ver el certamen desde tierra, pero su invitación fue revocada, porque su madre estaba furiosa. Había descubierto que una bailarina tallada en jade que guardaba desde que era niña estaba rota.
         Iván acostumbraba jugar a lo que él llamaba el juego de los espías, que consistía en dejar mensajes secretos en todas partes. Eran textos escritos en clave y, como a veces pasaba largo tiempo hasta que los encontraba, tenía que pensar mucho hasta que descubría el contenido del mensaje secreto.
         De pronto recordó que uno de esos mensajes lo había dejado al pie de la bailarina, que reposaba en una vitrina junto a otros objetos tan frágiles como ella. Siempre se ponía contento de encontrar un viejo mensaje, con una clave ya olvidada; porque entonces tardaba mucho en descifrarlo, como si lo hubiera enviado otra persona, un desconocido. Abrió con tanto entusiasmo la vitrina que un jarrón se tambaleo. Al salvarlo de la caída, rozo con el codo la bailarina de jade, que se estrelló contra el suelo.
          La bailarina quedo decapitada. Llevo los restos hasta su habitación, donde trato de pegarle la cabeza sin que se notara la rotura.
       -Cuando sea mayor, voy a dedicarme a reparar estatuas para grandes museos y a pegar espadas rotas y cabezas de caballos. Si me preguntan como elegí ese trabajo, diré: todo empezó con una bailarina que mi madre guardaba como un tesoro.
          Pero en la vida real, Iván dudaba de que su madre recuperara el humor tan rápido como sus fantasías. La figura de jade tenía para ella algún significado secreto.
          Cuando su madre descubrió la bailarina rota, habían pasado cuatro meses desde que se había caído. Se puso furiosa y prometió cancelar toda clase de paseos, empezando por la competencia de globos. A él le parecía injusto ser castigado por algo que había ocurrido hacia tanto tiempo. Y le grito a su madre que el error no había sido romperla sino pegarla, porque no había en el mundo un adorno más feo que aquel.
         _No voy a hablarte hasta que no pidas perdón.
  _respondió su madre, con menos enojo que tristeza.
    Iván se arrepintió de inmediato de lo que había dicho. Sin embargo, quizá por orgullo, quizá porque sabía que se pondría a llorar, no se animó a decir nada. Sentado en su escritorio, le escribió una carta breve, en la que le pedía perdón. Y en la carta le prometía que si había en el mundo una estatuilla igual, el partiría en su busca. Dejo la carta en el bolso de su madre sin que nadie lo viera, como si fuera uno de sus tantos mensajes secretos. Desde su cuarto, oyo la voz de su padre, que estaba afuera, con el motor en marcha, y apuraba a su madre para salir. Tendrían que viajar muchas horas hasta llegar al lugar donde al día siguiente se haría la competencia. Ella trataba y trataba: faltaba primero una comida, luego un abrigo, al final una botella de champagne para beber en las alturas.
             Iván no salió a despedirnos, y cuando oyó los saludos de sus padres, respondió sin abrir la puerta.
             La competencia consistirá en cumplir con cierto recorrido en los tiempos acordados. Los globos viajarían juntos y tardarían de descender en cierto punto –un círculo rodeado de banderas- con la mayor exactitud posible. Los organizadores habían estado a punto de suspender el certamen por la posibilidad de una tormenta; pero el cielo estaba tan azul que decidieron hacerlo igual. Participaban quince globos; cuando estaban cerca del final, la tormenta los sorprendió, y volvieron catorce.

             Los tripulantes del globo perdido habían tenido problemas para maniobrar la nave, y habían continuado subiendo hasta alturas prohibidas para los globos, donde el aire es helado y ya no se puede respirar. Uno de los participantes había alcanzado a fotografiar el globo en el momento en el que había separado de los demás: el ojo gigantesco asomaba entre la masa de nubes, para dar una última mirada al mundo, antes de que el viento huracanado lo arrastrara hacia las montañas.







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